








Amanecer
Lizzette Cruz
Verde viridián. Es el tono que tiñe al mar cuando el agua está revuelta por las lluvias de verano. Mi barca pesquera se posa en este amanecer de amarillo nápoles, que se vuelve ocre y finalmente se disuelve en aquel cerúleo intenso. Son esas líneas en el cielo y en el mar que se dibujan poco a poco hasta convertirse en algo más grande. Los tonos me parecen destellantes. Es una afición mía ver el alba desde este eterno mar. Esta mañana es tan idílica, no hay olas, no hay vientos, solo mi barca sobre el tibio amanecer. Este mar es íngrimo y silente hasta las profundidades. La soledad se puede degustar con sacar la lengua y probar el aire.
Me acomodé en mi banco, comencé a hilar mi caña de pescar y pulí el anzuelo imantado. Lentamente, le puse la carnada de costumbre: un gusano que más bien parecía una mancha bermellón que se ocultaba al sumergirse. Me gustaba pescar de frente al sol. Estaba seguro de que el hilo delgado lograba resistir artefactos grandes y pesados. Era poco habitual que lograra pescar algo, aunque el anzuelo era de hierro y seguro podía atrapar algún tesoro. Esa idea siempre elevaba mi ánimo.
El amanecer transcurría con calma. Aún faltaba para que el sol saliera de la línea del horizonte de aquel piélago. Así que esperé con mi sombrero de siena y mi chaleco marrón, a que la primera luz se hiciera aparecer. La serenidad del ambiente -sin tiempo, sin brisas- se puede acariciar. Se pintan esos brillos sobre el mar. Son el anuncio de que el sol nace frente a mis ojos.
Damián. Aparece en mi mente como si algo me lo estuviera susurrando. Pienso en lo simple que es. Es un nombre que podría llevar un tono. El hilo de mi caña se tensa con firmeza. Mi atención se ocupa en la aparición de un reloj plateado sin manecillas. Es un reloj escurridizo que fácilmente podría derretirse en mis manos. Lo dejo de lado y vuelvo a lanzar el anzuelo al mar, con la esperanza de pescar algo más. Pasa el tiempo tan crudo como el amanecer, aunque en la pesca los minutos mismos casi no importen.
El hilo se tensa de nuevo. Le doy vueltas con rapidez a la manivela para enrollarlo, esta vez el imán carga un pincel, que se sostiene por el hierro que rodea el pelo de la brocha. Lo observo, no es un pincel viejo, pero tampoco es nuevo. Es un objeto extraño, tiene las marcas de pintura recientes como si fueran escamas, el pelo inclusive está manchado del cerúleo con el que está teñido el cielo. No logro imaginar cómo llegó hasta aquí. ¿De dónde viene?, me pregunto a mí mismo como si esperara que la respuesta surgiera de mi boca pronunciando un lugar.
Tomé el pincel y lo coloqué junto al reloj sin manecillas. Ahora me llama la atención que el artefacto de tiempo tampoco tenga algunos números. Lo levanto de la correa, lo pongo contraluz para observar mejor. ¡Ahí están! ¡Los números están dibujados y las manecillas también! Marcan una hora inexacta, casi indistinguible, las manecillas son del mismo tamaño y se desvanecen en el papel mojado que tiene este viejo reloj de plata. Es posible que en vez de ser dibujos sean más bien las marcas de que alguna vez sí hubo manecillas móviles que marcaban el tiempo. Me da curiosidad saber cómo fue que terminó perdido en la masa verde azulada de agua.
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Noto que amanece por capas. Primero hay algunos amarillos claros que se deslizan en el cielo hasta convertirse en veladuras de oro. Luego, hay una brisa turquesa que baña el ambiente. Es el reflejo del ultramar que le da vida a este amanecer. Es un espejo de tonos, de colores. Existo entre el cielo y el mar. Entre esas capas livianas que le dan forma a este paisaje inigualable.
Lina. De nuevo el susurro en mi mente. Quizá las cosas ahora me hablan. Sujeto el pincel, el reloj y mi caña de pescar. Los sostengo frente a mis ojos, noto lo parecidos que son el uno con el otro. Los mismos tonos, la misma textura acuosa, el material y hasta la forma me parece similar. Es impresionante. ¿Cómo fue que llegaron hasta aquí? ¿De dónde vienen?
–Del otro lado.
Doy por primera vez un sobresalto. El reloj, el pincel y la caña de pescar caen al piso de mi barco con el mismo estruendo con el que me sobresalte ante tal revelación. Mi palma intenta oprimir mi pecho, como tratando que todo se quede en su lugar. Respiro lento hasta lograr calmarme. Mi mente en blanco no consigue procesar lo que mis ojos ven a mi lado.
Aparece con un vestido de la tela más fina que he visto, en tonos iridiscentes de lavanda y malva. Levemente, hay capas que se sobreponen y aparecen reflejos en tonos tiza, marfil y ópalo. Es celestial. Alzo la mirada y aparece un rostro que comienza con delicados trazos ámbares hasta convertirse en una forma alucinante. Veo como se le dibuja una forma arqueada y fina, es como si estuviera en un espejo, la veo, aprieto mi boca. Solo pienso en cómo se sentirá la suya. Le siguen los ojos de perlas marrones tan brillantes y delicadas. Su cabello cae sobre sus hombros como las olas inquietas de mi mar. Es el castaño más intenso que hay.
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–¿Cómo abordaste? –Digo aún exaltado, pero ahora me mata más la curiosidad.
–Igual que como tú lo hiciste.
–Yo desde siempre he estado aquí.
–Lo sé, Damián. Ahora yo también lo estaré.
–¿Tú de dónde vienes?
–Del otro lado. Igual que tu barco, tu red, el pincel o el reloj.
Lentamente, volteo por primera vez, para ver lo que hay a mis espaldas, pero mi cuello está acartonado, tan rígido que me cuesta trabajo moverlo. La veo, es el otro lado. Observo sus ojos fijos, su rostro manchado, veo las puntas de sus dedos de tantos colores. Extiende su pincel largo y agrega en la esquina inferior del mar, el último detalle.
–¿Qué es lo que hace?
–Firma el cuadro.
–¿Lina. ?
–Sí. Este no es un cuadro sobre ti, ni del amanecer, ni del mar. Es un retrato sobre su propia historia. Es sobre Damián y Lina. .
–No comprendo. Esto que ves, soy yo. No puede ser solo un cuadro. Es mi universo entero en el que ahora tú has aparecido.
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Intento acercarme a la mujer que ahora forma parte de mi paisaje, pero ya casi no puedo moverme, mis articulaciones se acartonan, mis extremidades se pasman, solo puedo estirar mis dedos para lograr tocarla aunque sea con la punta. Mi cuerpo se queda lentamente inmóvil. Ella se acerca con cautela. Me hipnotizan sus manos de ámbar, pero su piel sigue fresca, veo esas líneas que la conforman, comienzo a entender que son pinceladas y que están en todo mi universo. La miro de cerca, tanto como puedo y noto en mis adentros que ya no me siento tan solo. La observo: sus texturas, sus tonos, sus bordes. Comprendo que mi vida duraría apenas unos instantes más. Me resigno a que este cuadro es todo lo que habrá.
Lina me acaricia las mejillas e inevitablemente mi rostro se pinta como un durazno. No quiero quedarme así, pero es mi posición inicial. No puedo hacer más. Es mi destino. Mis lagrimales se humedecen. Solo me queda mirarla a los ojos mientras ella se acerca y me abraza sin miedo a fusionarse con mis colores. Formamos juntos una mezcla grisácea. Es igual a la magia. La puedo sentir. Nos abrazamos antes de que el cuadro junto a la pintura de Lina se seque y quedemos así para siempre.








