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Habitar(nos) desde el cuerpo
Tania Franco
Una vez un profesor de escritura me dijo que debía aprender a contener mi pasión al escribir. Me dijo que debía aprender a suministrarla en los momentos adecuados. Esa misma vez, hace un par de años, me pregunté cómo sería capaz de hacer algo semejante. ¿Se puede contener la pasión regurgitada por mi propio cuerpo? No lo sé, pero me sentí inadecuada, como si tuviera que encogerme y tragarme mis propias entrañas hasta vomitarlas en silencio. Después supuse que su idea de contención emocional era la de imitar a los autores masculinos que escribían ensayos, pero yo siempre he preferido leer mujeres. Quizá ahí estuvo mi mayor error ante sus ojos: estaba cargada de referentes femeninas y se revelaban, expuestas, incluso sin pretenderlo. Estaba ahí la voz no-silenciada de muchas otras que me han enseñado a no contenerme.
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La filosofía dominada por los hombres, desde tiempos antiguos, ha sostenido la división entre la mente y el cuerpo como si se tratara de una cifra capaz de restarse a la mitad. Esta dicotomía no sólo ha servido para exaltar la razón sobre la emoción, sino que también ha sido utilizada para relegar a las mujeres a un espacio de inferioridad, asociándolas con lo corporal y lo emocional. Los hombres, al instalarse en el lado de la mente —su reino de los pensamientos, las ideas y lo intangible— han construido un sistema que los beneficia directamente, mientras que las mujeres han sido confinadas al cuerpo, un territorio despreciado y controlado por las leyes creadas por otros hombres. Crearon toda una realidad cimentada sobre esa premisa: como existe la posibilidad de cercenarnos una parte (supuestamente), han optado por gobernar el lado más “valioso” para ellos. Ellos y su mente, ellos y su razón.
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Esta dicotomía no sólo ha servido para exaltar la razón sobre la emoción, sino que también ha sido utilizada para relegar a las mujeres a un espacio de inferioridad, volviéndolas invisibles. Irreconocibles. Las han vuelto indeseables, y a muchas las han hecho creer de forma irresoluble que están directamente locas.
Como la lengua (me) importa, uso el masculino a propósito. Ellos han sido capaces de creerse su propia mentira, porque eso implica poder generar todo un orden sistemático que los coloca como beneficiarios directos. ¿Y dónde están ellas? Las que se enuncian con a, las que han sido olvidadas por la historia, las que no tienen cabida dentro del pulcro e indivisible ideal de razón. ¿Dónde están? Tiradas del otro lado. Ocupan ese espacio despreciado por la mirada de ellos: el del cuerpo. Crean a partir de él, y parecen necesitar enunciarlo cada que tienen oportunidad. Porque tienen cuerpo, dicen, y no lo esconden con la vergüenza que la Historia parece dictar con rigidez.
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Porque “pienso, luego existo”, dice Descartes. Porque la mente provoca existencia, como si el cuerpo pudiera quedar suspendido en el aire. Y quizá ese es el deseo velado, el de desplazar aún más el cuerpo hacia las afueras de lo permitido. A una condena. Para ellos, el cuerpo no importa. O crea demasiados problemas.
Crear. Ese es el verbo que realmente les aterra. El cuerpo crea y devasta, principalmente el cuerpo de las mujeres. La sangre, la gestación, el aborto, la menopausia, los bochornos, los orgasmos, las lágrimas. El cuerpo provoca, convulsiona y expulsa. No pide permiso. Las mujeres que sangran no piden permiso, por eso son castigadas cuando demuestran tener cuerpo. Que no se te vea la sangre, que no se te escuche el llanto contenido. Cállate. Vuélvete serena, acata las normas mudas de comportamiento. Sé ideal. Sé racional. No tengas cuerpo, expúlsate de él. La mente es más importante, porque pienso, luego existo.
Cuando una mujer crea, es resentida por ello. Las artistas que han decidido no permanecer inmóviles no fueron reconocidas y el olvido aún es la caja negra de muchas ahí escondidas. Pero hay manos que rescatan, y el cuerpo de otras ha servido para sostener el de las que quedaron atrás, guiando caminos frente a ellas incluso sin darse cuenta. Tal vez por eso también se han intentado crear una serie de estrategias retóricas para controlar el cuerpo de las mujeres: sin derecho al aborto, sin derecho al divorcio, sin derecho a nombrar. No tienes derecho a ser visible.
¿No es la enunciación del “yo” una muestra intangible de la existencia? ¿Y por qué pesa más el “yo pienso” antes que el “yo siento”? Si una mujer se atreve a decir lo segundo es descartada de inmediato. Eres demasiado sensible, demasiado emocional. Cabeza fría. Con tanta emoción no vas a resolver nada. El mundo construido por ellos no acepta lo que te atraviesa las entrañas. Aprende pronto: si sientes no piensas.
Si te atreves a sentir el mundo ya no es igual. Eres exiliada a ese territorio cercado por vallas invisibles que categorizan a las mentes menos útiles. Ese mundo está especialmente reservado para ellas.
Annie Ernaux, en El Acontecimiento, dice que: “El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello”. A través de su propia experiencia corporal, en la que narra su aborto, reivindica su voz. Se niega al silencio, y en esa revolución escrita, su cuerpo es el protagonista. Una vez que le da cabida a lo que experimenta, se afirma en sí misma.
Carolina Maria de Jesus, escritora brasileña, usa las palabras para escribir un diario que dan cuenta de su vida en las favelas. Rescata hojas de la basura y decide emplearlas para escribir. Decide nombrar lo que su cuerpo atraviesa además del hambre. Jamás evade tener cuerpo, porque eso significaría negarse a sí misma. Carolina sabe que es indivisible.
Las mujeres que marchan y deciden ocupar los espacios públicos, reservados en otros tiempos para los cuerpos masculinos, son odiadas y despreciadas. La diferencia, sin embargo, es que están juntas. Y mirarlas a todas, despiertas, activas, con la garganta rasgada por los gritos, dibuja un cuadro abastecido por la rabia: el cuerpo importa.
¿La intensidad es tan terrible? Nos han hecho creer que lo es. Ellos, cercenados emocionalmente y con el muñón sangrante, nos han hecho creer que lo es. Pero sentir, la intensidad que trae consigo y la permanencia terca a no abandonarnos, es necesaria para seguir vivas. Quizá lo que les aterra, en realidad, es la fuerza de nuestra voz.
Cuando habitamos un mundo desde el cuerpo, es fácil entender que no fue una coincidencia cuando en ese taller de escritura uno de mis profesores me dijo que debía aprender a contener mi pasión al escribir, a no expulsarla sin escrúpulos. No es coincidencia. Tampoco es coincidencia que escriba esto, o que otras mujeres lo lean. Porque lo personal es político, y porque el cuerpo importa. Siempre ha importado.
No soy capaz de contenerme. No quiero hacerlo tampoco. Hay una renuncia cultural en ello, un abandono directo a las normas sociales que condenan mi existencia, y por eso renuncio a ellas. Lo hago desde la misma noción de mi sentir. Habito mi cuerpo, soy mi cuerpo, y no por ello dejo de ser valiosa.