









te lo dije
Danya Ortega
¿Qué vas a hacer si un día yo me muero?
Estábamos echados en el suelo de tu cuarto, sobre esa alfombra gris que te costaba los mil gritos por no aspirarla y que solo dejaba de picar si te sabías acomodar. Nosotros sí nos sabíamos acomodar. Tú con la cabeza cerca de mis pies, yo con la mía cerca de los tuyos. Hiciste la pregunta y recogiste tus rodillas para quedar en posición fetal. Te copié y nos quedamos viéndonos a los ojos, en una elipse torcida de pies y cabezas.
¿Qué vas a hacer si un día yo me muero?
Preguntarle a tus ojos si era broma o si era en serio era igual que meterse a Twitter a buscar algo relevante: no servía para nada. Hoy todavía no sé si preguntaste de verdad o si era puro chiste, pero creo que ya no me importa. Ese día me quedé viendo una mancha negra en tu alfombra, de la vez que nos quisimos ver bien rebeldes y nos tomamos el vino de la consagración que iba a llevar tu mamá a la iglesia, pero se nos cayó tantito. Contesté sin pensarlo mucho, como si el vino robado y derramado me hubiera dado la respuesta.
Me voy a robar tu falda negra. ¿La de mezclilla o la de cuero? Preguntaste. La de cuero. Tú ni la usas y al chile se me ve mejor a mí. Te empezaste a reír y giraste hasta quedar boca arriba. Ni cola tienes para llenarla, cómo te va a quedar mejor a ti. Giré yo también. Chinga tu madre. ¿Qué culpa tiene mi madre de que tú no tengas cola? Pero tienes razón, que se chingue de todos modos. Y nos reímos. Nos reímos como si la vida fuera un chiste malo, de esos que no dan risa y cuando mucho te hacen girar los ojos y exhalar con ganas, pero de los que uno se ríe nada más porque tiene ganas de reír.
También me robaría tu almohada. Y el suéter azul con la estrella blanca, y tus botas.
Esas ni te quedan.
No me importa. De todos modos ya no las usarías.
Date, pues.
Nos quedamos un ratito sin hablar. De fondo sonaba una de esas canciones con letras raras que ni entendías, pero te encantaban por la pura música.
Quema mis dibujos, dijiste. Total, están bien culeros. Pero mejor quemados que en algún basurero.
No están tan culeros. Un poquito nomás.
Más risas. A veces creo que ser joven es reírse a lo menso, como burlándonos de nosotros mismos porque en el fondo sabemos que es una tontería tomarnos demasiado en serio, pero lo hacemos de todos modos. De mi juventud contigo recuerdo justamente risas y tonterías. Nada de lo que hacíamos tenía mucho sentido, pero nosotros tampoco lo teníamos, así que estábamos bien así.
Estábamos, hasta que ya no estuvimos.
Tu hermano me corrió de tu cuarto ese día, como tantas veces antes. De todas las veces que lo había escuchado, ya me sabía su discurso de memoria. Que si estábamos haciendo mucho escándalo con la música, que si nada más te hacía perder el tiempo, que si era una mala influencia. Poco sabía él, pero decían lo mismo de ti en mi casa. Y era verdad, supongo. Nos malinfuenciábamos mutuamente. Pero tu hermano no era tan malo como tus padres, creo. Sí, llegaba con cara de perro estreñido a decirnos que le bajáramos al volumen. Sí, me echaba un par de miradas feas cuando me ponía tus faldas para enseñarte que me quedaban mejor y te repetía mil veces “te lo dije, te lo dije, te lo dije” hasta que te reías. Pero nos avisaba de cuando iban a llegar tus padres para que pudiéramos arreglar un poco nuestro desastre, tiraba las botellas vacías cuando se nos olvidaban en alguna esquina, y una vez me llevó de regreso a mi casa en su coche cuando nos pusimos tan pedos que ya no podíamos ni caminar. Tu hermano nos cuidaba, a su modo. Con todo y las malas caras.
Fue tu hermano el que me invitó a tu velorio. Mis padres no te quieren ahí, dijo, pero a ella le habría gustado que fueras. Nada más compórtate, por favor. No queremos armar una escena. No sé si de verdad te habría gustado que fuera a verte en una gran caja, pero fui de todos modos. Me metí en un pantalón de vestir y en una camisa negra que me quedaba grande, me lavé el cabello y me puse zapatos. Y me comporté. Me quedé calladito en la silla de la esquina en lo que tu madre rezaba sus mil rosarios, y no hice ni pío cuando empezó a mentir sobre lo calladita, lo bien portadita, lo buena hija que decía entre lágrimas que eras. De haberla escuchado, creo que te habría dado risa. A mí me habría dado risa si no hubiera tenido que comportarme, pero lo hice como favor a tu hermano. Cuando se abrió una oportunidad socialmente aceptada para irte a ver durmiendo en tu gran caja, me acerqué.
Te quitaron tus piercings, para empezar. Ni el aro de la nariz, ni el de la ceja, ni todos los que tenías en el resto de la cara estaban ahí. Solo dejaron dos, uno en el lóbulo de cada oreja para cada aretito dorado. Discreto, sencillo, elegante. Justo como los odiabas. El tatuaje no te lo pudieron quitar, pero por suerte estabas de espalda y bien vestidita para que nadie pudiera ver lo que tenías dibujado ahí. Traías un vestido blanco que quién sabe de dónde sacaron, porque definitivamente no estaba en tu armario la última vez que me eché un clavado ahí para ver qué de lo tuyo me podía quedar. Te pusieron bien buenahija, bien calladita y bien bienportadita. No eras tú. Si hubieras presenciado la escena probablemente también te habría dado risa. Tú tan no tú y yo tan no yo, ahí en medio de un montón de gente llorando, como una caricatura distorsionada de Blancanieves.
Me quedé un buen rato viéndote. En parte porque no sabía qué más hacer, en parte porque seguía buscándote debajo de esa máscara de buenahija que te habían puesto en la cara. No te encontré. No encontré tus ojos detrás de ese maquillaje discreto, no encontré tu risa detrás de ese labial rosa mate. Pensando en tu risa, me quedé viendo tus labios y me entraron unas ganas inmensas de agacharme, quitar el cristal, y plantarte un beso bien dado en esa boca que no era tuya nomás para ver si eso hacía que parecieras un poco más tú. Y para molestar un poquito a tu madre, no lo voy a negar. Entre tanto padrenuestro y avemaría, me daban ganas de escuchar unos cuantos insultillos por besarte sin ser novios, por besarte sin anillo de compromiso, por besarte con labios que habían besado a otros hombres, por besarte muerta. Si lo hubiera hecho, seguramente te habría dado risa. A lo mejor quería hacerlo nada más para ver si te despertabas riéndote. Te habrías reído del beso, te habrías reído de mí con mi camisa y mis zapatos. Y luego te habrías reído de ti con tu vestido blanco y tus aretes dorados. Nos habríamos reído juntos, a lo menso, a lo joven, dejándonos la vida en cada carcajada porque solo para eso vale la pena vivirla. Habríamos vuelto a ser nosotros solo con un beso que te hiciera abrir los ojos. Pero no lo hice, no te desperté, como favor a tu hermano. Me pidió que no armara una escena.
Me fui de tu velorio hasta la mañana siguiente, un ratito antes de la misa de cuerpo presente. Ya me había caído el veinte de que no te ibas a levantar, y tu madre había echado suficientes oraciones como para dejarme sordo. Tu hermano se despidió de mí. Me agradeció por ir, por comportarme. No le dije nada, solo le apreté el brazo y me fui. Directo a tu casa. Entre todas las cosas que saqué de tu armario, me había quedado con tus llaves.
Puse tu música bien fuerte, en esas bocinas en las que gastaste todos tus ahorros del trabajo de verano en el que anduvimos apilando cajas de comida para perro. Me quité mi pantalón de vestir y mi camisa grande para ponerme tu falda negra y el suéter de la estrella blanca. Sí, definitivamente me quedaban mejor a mí. Tenías razón en algo, tus botas no me quedaron. Pero las agarré de todos modos. Eché todos tus cuadernos de dibujos en tu bote de basura con varios cerillos encendidos mientras abrazaba tu almohada, mi almohada, tarareando las letras de las canciones que no tenían sentido. Pero también en eso tenías razón, estaba muy buena la música.
Me tengo que disculpar contigo porque no sé si de verdad se quemaron todos los dibujos. Le prendí fuego a los cuadernos, sí, pero antes de ver todo hecho cenizas llegó tu hermano a abrir la puerta de tu cuarto. Tenías demasiados cuadernos, no me alcanzó una hora para quemarlos todos. Se me quedó viendo a los ojos y yo le regresé la mirada. De no ser por el estruendo de fondo, habría sido un silencio incómodo. Al minuto, sacudió la cabeza y me pidió que le bajara a la música. Lo hice, solo como un favor. Otro más.
Salte. Mis padres van a llegar en diez minutos.
Tu hermano seguía cuidándonos, aún después de que el nosotros se volviera un yo. Después de que el bájenle se volviera un bájale. Le hice caso, pero ya no como favor. Me fui porque sé que eso también lo habrías querido tú. Me llevé tu falda, tu suéter, tus botas y tu almohada. Me habría gustado llevarte conmigo, pero eso no lo pude hacer.
Por segunda vez el mismo día, me despedí de él sin decirle ni una palabra. Pero él sí me dijo algo.
Tienes razón, te queda mejor a ti que a ella. Pero no te sientes de piernas cruzadas, que se te ven los huevos.
¿Ya ves? Hasta tu hermano está de acuerdo. No voy a pensarle mucho. En estos casos nunca hay gran cosa que decir. Traté de reírme, pero me supo agrio. Ya no podía reír a lo joven. A cambio de las cosas que me llevé de tu cuarto, tú te llevaste mi risa.
Solo una cosa me queda pendiente: decirte, por última vez, “te lo dije”.
















