

Quisiera ofrecerte mis lágrimas
Jazmin Campos Díaz
A mí nadie me ha enseñado a llorar.
Me gustaría dedicarte mis lágrimas. Ojalá pudieras ver mi cara mocosa, hinchada de tristeza, para ver todo lo que me escurre de años. Durante todo este tiempo me he lanzado contra la pared, he cerrado los cajones contra mis dedos; me he jalado descontroladamente el cabello, uno por uno, hasta saludar la sangre de mi cabeza. Me arranco la piel de los dedos, me reviento las ampollas en mis pies y muerdo descontroladamente el interior de mis mejillas, ya deformadas por la insistencia de mi oficio. Un día coloqué mi mano sobre la estufa y esperé a que cambiara de color, pero ni el más mínimo sentimiento y ni recogiendo las pocas migajas de esperanza que se me quedaron en los labios, me hicieron vaciar el agua retenida que se ha quedado estancada. Seguramente el agua de mi cuerpo, llena de moho por la humedad, ha encontrado espacios para esparcirse entre todos mis órganos y estos, como si fuera carne curtida, han estado resguardados y esperan ser algún día alimento de conserva.
Me gustaría que pudieras ver mis lágrimas para luego preguntarte la diferencia entre ellas, si el tamaño cambia de acuerdo al grado de dolor, si todas salen unas tras otras, o si mis suspiros son un contador más de mis desgracias. Me han contado a gritos que la respiración es fundamental para acompañar el lamento, pero también hay ocasiones en las que el aire se va, se escapa de la emoción y del cuerpo, como sentirse morir viviendo. He visto a gente que deja de respirar por el dolor y llegan al límite de la asfixia, pero dime, ¿cuál es el grado de dolor necesario para tener ese resultado?, ¿podrías enseñarme en dónde más me duela?, ¿crees poder hacerme llorar?
Imagina si pudieras guardar mis lágrimas en unos frascos de cristal. Podrías acomodarlos sobre tu ropero y desde tu cama destendida, podrías ver el reflejo de la luz en el piso de tu cuarto. Los rayos atravesarían la cosecha de mi frágil carne y presenciarías un espectáculo de intimidad, sólo para las dos. ¿Cuál reflejo te parece más patético?, ¿cuál podría hablar el mismo lenguaje de tu propio dolor? Imagina que un día de canícula, pudieras llegar a tu casa con la ropa empapada de sudor y yo pudiera ofrecerte lo más refrescante que fabriqué. Todas mis lágrimas habrían sido pensadas para ti, ¿a quién más podría llorarle? Observa ahora tus labios blancos por la resequedad y la torpeza de tus manos al tratar de abrir uno de los frascos. Yo prestaría especial atención a tu garganta. Frente a ti vería la desesperación de tus tragos, la ruta de mi decadencia hacia los últimos rincones de tu piel y huesos. Sería una forma de alimentarte.
Quisiera ofrecerte mis lágrimas para que te refugies hasta en las últimas gotas de mi deshidratación total. Quizá suene ambicioso pero, ¿podría llorarte hasta quedarme seca? Sería necesario recolectar todo el llanto en cubetas, podrías untarte de mí. Imagina que pudieras bañarte con mi agua, con mi dedicatoria torrencial. Te repondría el agua a diario, te compraría una extensión para que la calentaras toda hasta el hervor y pudieras bañarte sin frío. Quiero ver cómo escurren mis lágrimas sobre tu piel, como te restriegas la mugre y luego te enjuagas conmigo. Quiero que me digas cuál es la cantidad que necesitas, hasta dónde puedo llorarte, ¿cómo sabré cuánta será suficiente? Dime, sin remordimiento, si necesito quedarme seca para saciarte.
Ojalá pudiera alimentarme de tu dolor, mantenerlo sobre mi lengua hasta que me escalde y luego llorar por todo lo que lamentas, ¿por qué no me das a cambio todo lo que te duele? Si pudiera, te lloraría entera. Lloraría por ti para que no sufras y nunca más encuentres lamento en tu casa ni entre nuestros cuerpos. Quiero llorarte y evitar que te restriegues en miseria. Yo podría enjuagar mis ojos con ella. Si supiera llorar, me encargaría de regarte y, en lugar de limpiar tus ojos, tú podrías limpiar los míos.